Segundo puesto de la categoría Ficción. Concurso de escritura "Paréntesis Veraniego".
"La hora ha llegado.
Es tiempo de marchar.
No importa cuánto querramos evitarlo,
este siempre será el final.
Dejamos el pasado atrás.
Nos duele, y lloramos,
Lágrimas de metal,
pero es nuestra única oportunidad.
El tren solo pasa una vez,
y si no subimos
ya nunca
podremos
escapar."
-M. Artemis
Siobhan llevaba mucho tiempo caminando. O tal vez no. Pero suponía que sí. Después de todo, sabía que tenía frío, y que no había tenido frío al salir. De haber sido ese el caso, se habría llevado un suéter, pero no lo había hecho. Aunque, ahora que lo pensaba mejor, tal vez sí se había llevado un suéter y lo había perdido en algún momento del camino. Si siguiera con esa teoría, Siobhan podría determinar dónde había perdido su suéter si supiera cuánto tiempo llevaba caminando, pero eso no lo sabía. Lo que sí sabía, sin duda alguna, era hacia dónde se dirigía: estaba yendo a casa.
El camino era vagamente familiar, como si hubiera caminado por él años atrás, en la realidad o en un vívido sueño. Sin embargo, de alguna forma, algo parecía... ¿extraño? No, no extraño: fuera de lugar. Tal vez eran los árboles que resultaban demasiado grandes, o el pasto demasiado verde, o incluso las nubes demasiado algodonosas. Sin importar qué fuese, Siobhan sentía un deja-vú que no concordaba exactamente con lo que ella recordaba. Simplemente decidió echar ese sentimiento a un lado, -después de años, se había convertido en una experta en ello-, y seguir sin mirar atrás.
El bosque era imponente, con toda clase de vegetación creciendo a ambos lados del sendero, y la luna apenas asomaba entre las copas de los árboles, sumiendo todo en una tosca oscuridad, mas Siobhan no tenía miedo. Después de todo, estaba yendo a casa, ¿y quién podría sentirse aterrado ante las puertas de su hogar? Entonces mantuvo su ritmo, a pesar de que sus botas se enterraran ligeramente en el barro y el viento despeinara su cabello frizzado.
Finalmente, observó humo elevándose en la distancia. Sintió su corazón frenar, y acelerarse al mismo tiempo. ¿Cómo era eso posible? Respiró para calmarse (inhalando por la nariz, exhalando por la boca), y apretó con fuerza los puños. Estaba lista. Un par de pasos después, divisó una pequeña cabaña, completamente rodeada de árboles y aislada de cualquier posible vecino. El humo que antes había divisado salía de la chimenea, y las luces parecían estar encendidas detrás de unas delgadas cortinas de lino. Siobhan permitió una pequeña sonrisa relajar su rostro, al tiempo que de entre sus labios soltaba una palabra casi esperanzada, tan suavemente que el viento pareció arrebatarla. Hogar.
Se apresuró en cubrir el tramo que la separaba de la cabaña, trastabillando y casi cayendo en más de una ocasión. Al estar frente a la puerta, titubeó unos instantes, aunque no estaba segura de por qué. Se trataba de su hogar, ¿no? Debería poder entrar sin necesidad de llamar a la puerta. ¿Entonces por qué lo sentía mal? La idea le incomodaba. Limpió como pudo sus sudorosas manos en sus jeans y levantó el puño. No pudo hacer contacto con la madera, sin embargo, porque la puerta se abrió de repente.
Su madre la miraba por encima de sus anteojos cuadrados, una mano sosteniendo la puerta y la otra reposando sobre su cintura. Siobhan sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
-¿Qué haces ahí esperando?- exclamó la mujer a modo de saludo.- ven, entra. La comida se enfría- y, dándose media vuelta, se dirigió al interior de la casa, sin cerciorarse de que Siobhan la estuviera siguiendo, pues sabía que así era. Únicamente se dirigió a ella una vez más, hablando por sobre su hombro- Y deja las botas afuera. No necesito manchas de barro por todo el piso.
Estaba en casa.
Haciendo caso al pedido de su madre, Siobhan desató los cordones de sus botas y, casi con pesar, las dejó junto a la puerta. Era extraño caminar en medias luego de un tan largo viaje con zapatos, pero podía acostrumbrarse, Colgó su abrigo en el armario del pasillo y siguió los ruidos que oía del comedor.
La casa era mucho más pequeña de lo que recordaba. Más que pequeña, era baja. Siobhan debía inclinar ligeramente la cabeza para evitar que esta chocara contra el techo. Eso no evitó que se golpeara la frente al cruzar el umbral hacia la sala. El ambiente era frío, el fuego de la chimenea tan grande que amenazaba con quemar las fotografías que se encontraban sobre el estante.
Su padre estaba sentado a la mesa, leyendo intensamente un par de papeles que tenía en su mano derecha. En la izquierda, sostenía un vaso vacío. No apartó la mirada de ellos, únicamente asintió ligeramente con la cabeza a modo de saludo. Luego, llevó su vaso a sus labios, y no pareció sorprenderse al darse cuenta que no había bebida alguna. Dejó el vaso sobre la mesa, carraspeó, y volvió a centrarse en sus papeles.
Estaba en casa.
Erimon se encontraba sentado junto a su padre en la mesa cuadrada. Su sillita alta había sido empujada para que pudiera estar incluído en la cena. Al verla, Erimon simplemente le sonrió, pataleando y riendo ligeramente. Parecía haber perdido su babero, y aferraba con fuerza un pequeño león de peluche contra su pecho. Su pelo había sido cortado recientemente, a juzgar por el corte casi rapado que llevaba. A pesar de todo, se encontraba presentable, probablemente porque su madre lo había vestido.
Sí, estaba en casa.
Su madre apareció minutos después con la cena, y le hizo un gesto rápido para que tomara asiento. Siobhan entonces ocupó el lugar frente a su hermano, y entre sus padres. Su madre tomó el cucharón y, hundiéndolo en la fuente, le sirvió un plato a su padre, luego a Erimon, a sí misma y finalmente a Siobhan.
Siobhan tomó el tenedor, lista para comer, pero una mano la tomó de la muñeca antes de que pudiera hacerlo. Su madre la miraba con una mezcla de indignación y enojo, al tiempo que negaba con la cabeza, como si no creyera lo que veía. Sus manos eran callosas y heladas, y sus largas uñas rosas resaltaban contra el color claro de su piel (¿claro?¿Su madre no tenía la piel oscura como la suya?).
-Antes de comer, agradecemos-dijo, sin dejar lugar a debate.
Su padre tomó su otra mano. A diferencia de su madre, las manos de su padre eran suaves, pero también frías, y la tomaban suavemente, como si tuviera miedo de romperla. O tal vez quería soltarla lo más rápido posible. Ambos tuvieron que luchar unos minutos con Erimon para poder tomarlo de las manos, pero una vez que lo hicieron, la familia se dispuso a dar las gracias. Pero Siobhan no podía concentrarse en las palabras que los otros murmuraban, demasiado consciente de las uñas clavándose en su muñeca, de lo pequeña e incómoda que era la silla en la cual estaba sentada, y del hambre que tenía. ¿Cuánto tiempo podía uno tardar en decir “gracias”?
Finalmente, la presión en sus muñecas desapareció, aunque en su lugar habían quedado un par de pequeñas marcas con forma de media luna. Su madre se giró para alimentar a su hermano, sonriéndole y jugando al avioncito. Su padre, por su parte, volvió a concentrarse en sus papeles, y con su mano hábil utilizaba el tenedor para pinchar comida y llevársela a la boca- a pesar de que muchas veces fallara, y terminara comiendo nada más que aire.
Siobhan centró su atención en su plato, pero lo encontró vacío. Solo había quedado medio bocado de carne a la pimienta, la receta familiar. Sus tripas rugían, pero ya había comido suficiente. Después de todo, las porciones de su madre eran siempre generosas, y esta vez había sido más incluso, puesto que era la primera noche juntos otra vez.
Erimon le tiró un poco de puré de calabaza desde el otro lado de la mesa, y rió cuando vio su nariz manchada con la espesa mezcla naranja. Siobhan abrió la boca para gritar, decir algo, reírse, pero todo parecía atorarse en su garganta. Tomó su servilleta y, mientras limpiaba el desastre que su hermano había creado, le prestó verdadera atención por primera vez desde que había cruzado la puerta. Erimon tenía un hoyuelo en la mejilla derecha, igual que su padre. Pero eran sus ojos los que le helaron la sangre: tenía ojos marrones, grandes y de largas pestañas, iguales a los suyos, pero los de Erimon no tenían nada en ellos. No había vida ahí, ni amor, ni verdadera alegría. Sus ojos, vacíos y cristalizados, miraban más allá, una sonrisa en su rostro, que ya no era enternecedora, sino enfermiza.
El ruido de vidrio rompiéndose la sacó de sus pensamientos. No recordaba haber tomado su vaso, y mucho menos recordaba haberlo soltado. Su hermano mayor comenzó a llorar, asustado por el ruido, pero no cerraba sus ojos. Siendo honesta, Siobhan no podía asegurar que hubiera parpadeado en todo el tiempo que lo había visto.
-Mira lo que hiciste- regañó la mujer junto a ella, al tiempo que se levantaba de la mesa y se dirigía al lado de su hijo. Erimon siempre había sido el hijo estrella, aquél que no podía hacer nada. A pesar de que Erimon era muchísimo más alto que ella, lo cargó sin dificultades, y él se sujetó con sus brazos y piernas. A Siobhan le recordó a un perezoso aferrándose a una rama. A una serpiente aferrándose a su presa. Aunque, si lo pensaba mejor, no era el depredador quien se encontraba aferrado en esos momentos. Siobhan vio a ambas figuras desaparecer en la habitación contigua, antes de voltear a ver el vaso roto en el piso del comedor. Los restos se encontraban en un charco de un líquido oscuro, que no estaba segura de qué era.
Siobhan decidió limpiar su error, pero antes miró a su padre. Este se encontraba inexpresivo, la vista fija en la pila de papeles, tenedor a medio camino entre el plato y su boca. La muchacha se acercó con cuidado y, temerosa, pasó una mano frente a los ojos del hombre. Este parpadeó y, lentamente, volteó a mirarla. Si los ojos de Erimon estaban vacíos, los de este hombre estaban muertos. Siobhan recordaba que los ojos de su padre eran de un vivaz color marrón, casi miel, pero los ojos que ahora la observaban perdidos eran grises, apagados. Siobhan no podía hablar. Su mirada cayó en los papeles que su padre aún sujetaba, y los cuales otra vez leía: estaban en blanco. No había nada en ellos.
Escuchó pasos acercándose por el pasillo. Sin tener una mejor idea, se echó a correr por el pasillo opuesto, pasando frente a la chimenea y a las fotografías quemándose. Decidió encerrarse en el único lugar donde podría pensar: su habitación. Así que eso es lo que hizo: primera puerta a la derecha, la abrió con cuidado de no golpearse otra vez, y la cerró con fuerza. Su respiración era acelerada. Su cabeza daba vueltas. La habitación era demasiado pequeña. Se estaba ahogando. Dio un paso, y accidentalmente pisó un autito de juguete que se encontraba tirado. Su cama era diminuta, con un acolchado azul oscuro y sábanas naranjas. Tenía un estante lleno de libros y cómics atornillado a la pared. La puerta de su armario se encontraba abierta: camisas, pantalones, un par de corbatas que algún familiar le había regalado. En el piso, una caja con todas las revistas pornográficas que su primo le había comprado al cumplir 16 pues “ya era hora de que activara”, y que Siobhan siempre se había sentido demasiado asqueada como para tocar. Y, detrás de todo ello, en una caja escondida de la mirada de los curiosos, se encontraba Siobhan, la verdadera Siobhan: se encontraba su viejo maquillaje, el que había comprado de adolescente a escondidas de su familia y había probado en las madrugadas mientras todos dormían; el primer vestido que había comprado con su sueldo, luego de haber ahorrado por semanas mientras trabajaba en un local de comida rápida; el esmalte que su mejor amiga le había regalado cuando ambas estaban borrachas y en una pijamada en su casa; y fotos, decenas de fotos, en las cuales la Siobhan del pasado reía, y la Siobhan del presente sabía que no estaba fingiendo.
Siobhan tomó una de las fotografías, escondida en el fondo de la caja, y la observó con melancolía. No, tal vez no es esa la palabra correcta. Tal vez se trataba de una cierta nostalgia por algo que no fue, algo que podría haber sido. En ella, sus padres le sonreían con una calidez y una dulzura que le estrujaron el corazón: su madre, con su piel oscura radiante bajo la luz del sol en una tarde de septiembre; su padre, con sus ojos como oro líquido que resplandecían cada vez que contaba un chiste; su hermano, su hermoso y querido Erimon, que en la foto la cargaba como si fuera su deber protegerla; y ella, de cabello corto pero espíritu indomable, riendo sin miedo.
-¿Malcolm?- escuchó desde la puerta, y Siobhan se odió a sí misma por reaccionar ante ese nombre. La mujer se encontraba en la puerta, brazos cruzados y mirada severa. La oscuridad de la habitación no escondía su palidez, ni el destello que tenían los anillos en sus dedos. -Debes limpiar el piso del comedor.- no dijo nada más, no hacía falta. Simplemente se marchó, dejando sola a Siobhan con sus pensamientos.
Malcolm, pensó amargamente, al tiempo que las lágrimas resbalaban por sus mejillas, para ellos, siempre seré Malcolm.
No, Siobhan no estaba en casa.
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