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Treinta y uno

Tercer puesto compartido de la categoría Ficción. Concurso de escritura "Paréntesis Veraniego".

 

El treinta y uno a la noche lo pasaban en lo de Paula. La casa gris, de arquitectura minimalista y dimensiones descomunales, quedaba a siete cuadras de lo de Jorgelina y Horacio. Estuvieron toda la tarde discutiendo. En esos meses de verano ella había empezado a consultar a una numeróloga, a hacer seminarios de astrología online e incluso aprendió un poco de Tarot.

A Horacio un poco le jodía que su mujer —que de un día para el otro parecía haberse convertido en una experta en metafísica— hablara sin parar del tiempo no lineal, del ser y la nada: en fin, del libro Metafísica 4 en 1 de Conny Méndez. De todas maneras el tipo no se hacía mucho problema: en un principio estaba seguro de que ya se le iba a pasar. Después de tres meses de que no se le pasara, empezó a sentir que las botellas de kéfir y los libros de quiromancia lo observaban en la oscuridad del comedor blanco.

Ella estaba por cumplir cincuenta y dos años. Una mujer activa e imponente, coordinadora de la Liga Country Sur de golf y en su momento había sido la jefa de seis farmacias en simultáneo. A esta altura de su vida había llegado a una posición más cómoda, que le permitió tener tiempo de ocio y que con una sola farmacia le alcanzara para vivir y pagar el alquiler del departamento en Capital en el que vivían sus dos hijas.

Durante esos meses de verano y por primera vez en su vida, la farmacéutica había empezado a desconfiar de la medicina occidental. Repetía como un mantra los lineamientos de su nueva amiga Patricia, la numeróloga sexagenaria: hay que sonreír mucho –especialmente cuando se esté triste, porque así se envía al cerebro la orden de generar dopamina– y no hay que decir la palabra “perdón” ni responder a las gracias con un “de nada” porque el karma sabe que un favor es algo. Se cambió del pucho industrial al tabaco armado, donó ropa en desuso y empezó a planificar un viaje a la India que nunca iba a concretarse.


Salieron de la casa a las nueve de la noche. Minutos antes, Horacio había estado rezongando con la cabeza apoyada en el marco de la puerta del baño:

—¿Ves que sí estás enojado? —preguntó Jorgelina con voz de leona lastimada mientras se ponía rímel—. Hace varios días que estás así, no entiendo qué es lo que te pasa. ¿Qué te hice, a ver, me podés explicar?

Cuando Saadia, la astróloga, le tiró las cartas, en el área del amor le había salido la carta del Rey de Bastos invertida, que presagiaba problemas maritales por culpa de un amante impetuoso y autoritario. Si bien Horacio era un tipo gentil, por momentos se volvía intempestivo y se irritaba por cualquier cosa. Era un hombre práctico, poco catártico y extremadamente puntual. Además, tenía nervios de espuma: cualquiera que lo conociera un poco sabía que era de sangre caliente. Típico de toro, hubiese dicho Saadia.

Horacio bufaba. Ella le pedía por favor que aflojara con la ansiedad, que era lo mismo llegar nueve y cuarto que nueve y media, que iban a ser los primeros y eso siempre era mala educación. A lo que él respondía algo como “mi amor, sabés que no me gusta llegar tarde” o “la impuntualidad es la peor falta de respeto” o bien:

—Dos horas maquillándote vos también —rezongó—. No sé para qué, si igual estás preciosa —con una inflexión de ternura forzada que no se correspondía con el tono de su voz.


Llegaron a lo de Paula. Jorgelina, de revista: un vestido blanco por arriba de las rodillas, de varias capas de tela con manchas que simulaban acuarela en verde, salmón y azul marino. Los pies finos sobre un par de sandalias de tiras anchas y doradas. Él se puso su mejor camisa: la cuadriculada de Kevingston que desde hacía doce años venía alternado entre navidad o año nuevo —cosa de que su mujer no se diera cuenta de que era siempre la misma, sospechando de que ya se había enterado— metida adentro del pantalón de jean azul oscuro.

Paula los recibió con su chihuahua Madrid en brazos, el pelo translúcido y planchado como un río manso y unos aros que reflejaban la luz de los faroles de una BMW que estaba entrando justo en ese momento.

—Pasen, pasen. Qué hermosa que estás amiga.

—Ay, no. Vos, Pau. Me encannnta tu vestido —respondió la amiga, iluminada.

Se saludaron chocándose los codos y entraron.


Andrés saludó desde la cabecera. Tenía un vaso de Gin Tonic entre los dedos y la piel de la cara roja y blanca, atacada por el vitíligo. En el centro de la mesa, una fuente de vidrio llena piñones, rodeada por una corona de lucecitas navideñas. Paula había dispuesto varias canastas con pan, bols con maníes, papas fritas y libritos de panadería.

Media docena de invitados se esparcían y masticaban alrededor de la mesa. Varias generaciones conversaban en la pesadez de la noche de verano: la mamá de Paula, Felipe —un amigo nuevo de la familia—, su madre y su esposa —según Jorgelina: una amarga que no pincha ni corta— con la hija adolescente de ambos. Los hijos de Paula y Andrés iban y venían, huyendo cuanto podían del tedio de las fiestas familiares.

En la antemesa se habló de trabajo, de la recesión económica que habían dejado los primeros meses de cuarentena, de los robos recientes a las casas perimetrales del country, un poco de política internacional —el tema de la semana había sido la irrupción de los manifestantes pro-Trump en el Capitolio— y tal vez de hijos, enfermedades, proyectos de vacaciones interrumpidos y mascotas moribundas.

La madre de Felipe, apenas le vio a la cara de farmacéutica a Jorgelina aprovechó para sentarse al lado y pasarle un parte médico detallado de todas las enfermedades que había contraído durante la cuarentena:

—Y sí, nena, a mi edad… El encierro me hizo pelota.

Entre Gertrudis y la mamá de Paula, que tenían más o menos la misma edad, había cero feeling: venían de barrios muy distintos y se miraban con saña. La madre de Felipe eligió a Jorgelina, entonces, para hablarle de los hongos de los pies, la osteoporosis, la constipación y del miedo que le significaba tener que alternar entre yogures Activia y Ser Calci-Plus durante el resto de su vida.

—No se preocupe, señora; esas cosas son puro marketing. No sirven de nada —comentó la farmacéutica, tajante.

—¿Cómo que no, nena? —respondió Gertrudis, desencajada—. Si el doctor Piccini me recomendó que comiera al menos tres unidades de lácteos por día. Al mate cocido lo tomo con leche fortificada, al mediodía como huevo duro o albúmina… pero no sé si cuentan como lácteos. Además trato de no excederme con los huevos porque me tengo que cuidar el colesterol, vistes. Y el queso, bueno, me da… me da… flatulencias.

Jorgelina la escuchaba mientras arrancaba con los dientes un pedazo de burrata de una brochette vegetariana que Paula le había preparado. Ocupada en decir que sí con la cabeza, hastiada a intervalos regulares y tratando de desviar la mirada del lunar con pelos que latía en el mentón de la señora, cada tanto escrutaba su alrededor en busca de cómplices. Y nada. Tuvo que pasar una hora para que Paula le cace al vuelo la mirada despavorida y grite, desde la otra punta:

—¡Jor! ¿No me das una manito con esto? —señalando a cualquier lado, total la vieja estaba de espaldas. Jorgelina primero sintió que le sacaban un peso de encima, después vergüenza y culpa por su propio desinterés. Sobre todo culpa, porque no estaba cumpliendo —o estaba cumpliendo a medias— el segundo mandamiento de los Diez Pasos para la Felicidad de Conny Méndez: yo le hago sentir a todo ser viviente que lo considero valioso. De todas maneras, el instinto de supervivencia se antepuso:

—Disculpe, señora, tengo que ayudar a mi amiga. Fue un placer —mentira— y acuérdese de hacer actividad física y comer legumbres. —Y con un movimiento de felino líquido se deshizo de la señora hipocondríaca.


—Gracias Pau, me salvaste. Yo sé que está mal pero —de nuevo la culpa— de repente me estaba bajoneando de sólo escucharla. No la aguantaba un minuto más; una hora me tuvo. Ya suficiente tengo en el mostrador de lunes a sábados. Basssta —siseó—. Un día que no trabajo.

—Ay, Jor, yo te veía ahí clavada y me quería morir —dijo la hija de Felipe mientras sacaba el tiramisú de la heladera—. Pensaba: pobre, se debe estar pegando un embole tremendo. Y sí, a veces se pone un poco intensa la abuela.

—No pasa nada, mi amor —respondió, entre indulgente y avergonzada—. Es grande, hay que entenderla. Al final todos vamos a ser viejos en algún momento, ¿no? Yo voy a vivir hasta los ciento veinte años. Ahí me van a tener que tener paciencia.

—Obvio, yo te acompaño: nos vamos a vivir al caribe, largamos los maridos a la mierda. Nos arrugamos y nos tiramos pedos juntas.

—Ya estoy sacando los pasajes.

La adolescente se reía demasiado.

—Ay no, pero recién, no dabas más hija de puta —retrucó Paula, riendo—. Me tiraste la señal, yo te vi eh, no te hagás la boluda que te vi.

Las tres mujeres se reían y Jorgelina se puso a lavar los platos.

—¿Qué hacés, nena? Se lo dejamos a Mariana, ni te preocupes.

Paula preparó un café con máquina holandesa y mandó a la hija de Felipe llevar el azúcar y los sobres de edulcorante. Ya se querían sacar a la puberta de encima, hablar de sus temas sin intermediarios. Después de un rato, volvieron a la mesa con las manos cargadas de tacitas de café. Atrás dejaron una parva de ollas y fuentes a medio enjabonar.

Por decisión unánime, el tiramisú estuvo increíble. La mitad de los invitados ya estaban escabiados; ya habían saltado los corchos de champagne, a lo largo de la noche se abrieron al menos cuatro botellas de vino, dos de whisky y una de Amarula, con el café. Las abuelas ya se habían dormido.

El tema de conversación final fueron los viajes de egresados. Adrián, el marido de Ofelia —otra amiga de Jorgelina y Paula—, tenía una empresa de viajes en crucero llamada Travelnica, especializada en trasladar grupos de adolescentes hormonales desde el asfalto hasta la arena. Nadie entendía cómo habían hecho Adrián Pallenski y Asociados para que el negocio no quebrara en una situación económica tan desfavorable, sobre todo para el turismo.

—Qué chanta ese tipo —se escuchó desde la cabecera.

Y se hizo un silencio.

Pero la realidad es que, chanta o no, el tipo había conseguido subsistir a la peor temporada que una empresa de viajes podría haber soportado, durante un año histórico en el que a lo largo de seis meses ir al supermercado había sido casi una actividad ilícita.

Las mujeres levantaron la mesa mientras los hombres se dedicaban a fumar habano. Horacio y Andrés hablaban de negocios. Se notaba la juventud de Julieta, la hija de Felipe, sobre todo en cómo sostenía la pila de porcelana con equilibrio de bailarina clásica. Hizo más de cinco viajes de la mesa a la cocina, el vestido blanco de gasa iba y venía como las alas de un cisne fresco dejando espirales de perfume floral por toda la casa. Parecía estar montando una performance.

Hacía poco la piba había sacado el registro y estaba desesperada por manejar la camioneta del padre. Aguantó hasta último momento porque —como buena católica— sabía que para su abuela y su madre (la que no pincha ni corta), las fiestas eran muy importantes. Apenas vio que la mesa estaba vacía, se animó:

—Má, ¿puedo ir a dar una vuelta? —Felipe y Virginia se miraron.

—Preguntale a tu padre.

Fue uno de esos momentos en que la vida real se congela: una pausa en los acontecimientos que, rematada con la presencia de una estatua viva de pelo dorado y sonrisa liviana, genera un clima de incomodidad y ternura. Un unísono de miradas encandiladas ya estaba juzgando la respuesta del padre. Por unos segundos, el aire se volvió caucho.

—Andá, hija, andá —respondió Felipe, resignado—. Pero tené cuidado, por favor.

Los hijos de Paula se fueron a dormir.


Eran las dos de la mañana y la fiesta se empezaba a quedar sin nafta. En eso, Felipe, aprovechando que la hija andaba dando vueltas con la camioneta por el country y las viejas estaban hacía rato desparramadas en el sillón —hermanadas ahora por las profundidades de un sueño común—, decide salvar la sobremesa y propone:

—¿Están para un porrito?

Y con eso avivó la conversación; le dio a la reunión un segundo aire. Horacio y Jorgelina se miraron, cómplices. Había llegado el momento de narrar los hechos de la navidad del año pasado.


Angélica, la hija mayor de Jorgelina, les había traído un porro de regalo. Fue una especie de ofrenda porque en la misma semana Horacio casi se prende fuego por una falla del grupo electrógeno —pestañas y flequillo chamuscado mediante— y dos días antes se había muerto su mamá, que además era como una abuela para las chicas. Justo el veinticinco. Fumaron las penas juntos en una noche de calor y grillos. Horacio terminó hablando con los zócalos y el hecho quedó para la historia.

Su esposa, sentada en frente de Virginia, escrutándole el pelo teñido en fragmentos irregulares, le dio dos secas vehementes. A su izquierda, Horacio le arrimó una mirada de padre primerizo mezclada de amor, miedo y vergüenza. Mientras el porro giraba, la charla continuaba más lenta y distendida en torno a las series de Netflix.

Jorgelina poco a poco fue sintiendo cómo la piel se le expandía cual telaraña sobre sus músculos magros y vegetarianos; escuchaba las voces de los invitados amplificadas y distorsionadas. El pelo rubio, vivo y ondulado, bailaba sobre sus clavículas en cámara lenta con ímpetu de serpiente dormida.

—¿Jor? ¡Jor! —Horacio susurró en voz alta.

La cabeza de Jorgelina aumentó en volumen y peso: finalmente el cuello cedió y el cráneo cayó pesado y diagonal sobre su hombro izquierdo. Pidió que la dejaran un ratito ahí, sentada, pensando en cruceros, osteoporosis y hongos que se transformaban en bailarinas cadavéricas.

—Fíjense cómo está Paula —musitó, antes de quedarla.


Paula había desaparecido. Andrés, entre preocupado y avergonzado, se escabulló en el pasillo que daba a las habitaciones en busca de su mujer. Ahí estaba la rubia: absorta y despampanante, enrollada en el acolchado de plumas a pesar de los treinta y cinco grados. Inútilmente intentó despertarla; se asustó tanto que llegó a tomarle el pulso.

En eso, Andrés percibe la puerta del baño abriéndose. A pesar del portazo, la voz de Horacio se escuchó lejana y omnipresente hasta la habitación matrimonial:

—¿A vos te parece, mi amor?

Jorgelina no respondió. Vomitaba.


Julieta volvió con la trompa de la camioneta hecha un acordeón: hubo que escuchar los gritos del padre, el llanto de la hija, arrancar a las abuelas fundidas en el sillón, despedir a los invitados y apagar las luces. Paula dormía en medio de la tragedia.

A eso de las tres de la mañana, Andrés finalmente pudo arrastrarse con las piernas inertes hasta la habitación, exhausto por la falta de costumbre de ser el anfitrión —aunque hubiese sido sólo durante la última media hora.

Eran las tres de la mañana y los fuegos artificiales seguían iluminando el cielo arrellanado en un colchón de álamos y ombúes. Andrés se sacó toda la ropa menos el calzoncillo y se zambulló entre las sábanas al lado de la rubia.

—Fijate cómo está Jor —escuchó, justo antes de quedarse dormido.



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