Tercer puesto compartido de la categoría Ficción. Concurso de escritura "Paréntesis Veraniego"
Las sombras de la certeza son una masa amorfa que es, como el primitivo caldo, lugar de cultivo para todo tipo de preguntas. En otras palabras, desde la realidad, tan real con sus curvas y ojos tan conocidos, tan gastados de siempre lo mismo, es capaz de surgir la duda. Entonces, las tinieblas se conmueven y en una convulsión creadora dan a luz a una pregunta, que cae como desde el cielo o surge desde lo profundo de la mente como una incógnita: el signo de interrogación se abre y con su gancho atrapa la nariz y la atención de algún ser humano. A partir de ese momento, esa persona queda maldita con la marca de la curiosidad, y no tendrá forma de quitarse esa seña del rostro, a menos que permita que la cicatriz que le hiere el intelecto y las entrañas siga creciendo y creciendo, y que el dibujo de la herida comience a trazar el mapa de una investigación. Así comienzan la búsqueda y su derrotero.
Por eso, un hombre puede haber convivido durante meses, incluso años, con su gato, mas de repente, mientras está recostado en su sillón fumando un cigarrillo y observando al gato perseguir una mosca, el humo puede volverse una nube y acosarlo con una tormenta de preguntas (¿por aburrimiento? ¿por arrogancia?). Así, nuestro hombre puede llegar a preguntarse si lo que está viendo es realmente un gato, y si así lo es, ¿qué es un gato y cuáles son sus características? Porque algo tiene que hacerlo ser gato y no otra cosa, si no no llamaría la atención como gato y más bien se diría “ahí está el cazador” o algo así. Pero no; se dice “ahí está el gato”, o ni se dice.
El hombre toma al gato en sus manos, lo levanta —a pesar del gato—, y lo mira bien de cerca. Siente el pelaje entre sus dedos, siente el aroma fuerte y, si no le diera asco, buscaría sentir qué gusto tiene el animal. Le clava fuertemente la mirada en sus ojos electrizados de zafiro azul, que le devuelven la imagen pequeña y oscura de un hombre que sostiene un gato en el living de una casa. Poco le queda al hombre antes de que el gato se harte y lo ataque en plena contemplación, por lo que lo devuelve al suelo y hace anotaciones en su cuaderno.
“Cuatro patas, dos ojos, dos orejas, una cola, una nariz, una boca. Bigotes. Pelo castaño con manchones negros. Garras retráctiles. Peso: entre dos y tres kilos.”
El hombre se va a dormir sintiéndose realizado por los avances hechos el día de hoy: si alguien le preguntara, podría aportar al mundo que al menos un gato que ha visto tiene cuatro patas, dos ojos, dos orejas, una cola, una nariz, una boca, bigotes, pelo castaño con manchones negros, garras retráctiles y pesa entre dos y tres kilos.
***
“Impredecibles, traicioneros, hedonistas, interesados, divinos, adorados, tramposos, perspectivistas, destructivos, cazadores, impunes, arriesgados (y desconfiados a la vez).”
Los adjetivos, los sustantivos, las notas del hombre se hicieron tinta y llenaron las hojas y se apilaron en cuadernos sobre su escritorio. Para una mejor observación, había procurado adaptar sus horarios a los horarios felinos. Se paseaba, entonces, por las noches, de madrugada, atento y en actitud cautelosa, listo para captar el más mínimo movimiento de su gato. El gato parecía disfrutar de la atención silenciosa del otro mientras que lo veía todo con sus ojos azules, lo procesaba, tomaba decisiones y las ejecutaba en un instante.
La máquina animada se movía erráticamente por la casa, de forma azarosa o fortuita, ya fuera trepando por sobre los muebles o arrastrándose por debajo de los sillones. Todo lo investigaba con sus garras y su pequeña nariz, y arribaba probablemente a conclusiones, las cuales se le escapaban al pobre hombre expectante. Este mismo hombre intentaba generar leyes generales que predijeran la conducta del gato (cuándo se iba a lamer, cuándo a maullar, cuándo a arañar las patas de las sillas). Aun así, sus intentos fueron vanos: no podía hallar la constante en la vida del gato; siempre lograba frustrar sus predicciones con algún comportamiento nuevo o un cambio repentino.
La brisa de una idea flotó sobre la mente del hombre, brisa que soplaba desde las costas de alguna frase hecha o esos mitos urbanos que parece que todos conocemos. Esto es: los gatos siempre caen de pie; allí está la esencia.
Así, en ese instante, comienzan los intentos. Más bien, la nueva oleada de intentos, que ya no estará dirigida a la observación sino a la creación. Habrá que diseñar a un ser de cuatro patas, con dos ojos, dos orejas, una cola, una nariz, una boca, bigotes, pelo castaño con manchones negros, garras retráctiles, y que pese entre dos y tres kilos. Deberá ser, en principio, impredecible, traicionero, hedonista, interesado, divino, adorado, tramposo, perspectivista, destructivo, cazador, impune, arriesgado (desconfiado a su vez). Y deberá caer siempre parado.
Pasan las noches sin sueño, las subidas y bajadas de tensión eléctrica, los kilos de carne, pelo y garras vivificados por rayos y tendones. Pasan las pruebas y el ruido de las sierras que cortan huesos en dos, tres, o cuatro partes. Miradas bajo el microscopio, modelos, escrituras y tachaduras en hojas, pizarras, cuadernos enteros.
El modelo en arcilla, el modelo en madera, el modelo de metal y resortes. Un gato robot, un gato negro, un gato de vidrio que brilla cuando el soplo de la vida lo anima por unos segundos antes de estallar en mil pedazos. Centenares de gatos naranjas o atigrados que observan a su creador desde cajas de cartón, aburridos en sus poses de Santísimo Sacramento adorado por la humanidad.
Una casa que se inunda con el olor del almizcle y el polvo de pelos que acapara todo el oxígeno. En su cálido clima de encierro trabaja el hombre que respira peleas y rasguños. Las creaciones a menudo muerden la mano del creador o lo aprietan entre sus garras o simplemente lo ignoran. También cazan, buscan, se atacan y descansan. Hacen muchas cosas; excepto caer de pie. Tal vez por eso tienen a cada hora un nuevo hermano, al cual reciben con indignación y luego con recelo.
La casa de los gatos pare nuevas crías todos los días, pero ninguna sirve, a pesar de su blancura o sus manchas o sus collares que agotan todas las posibilidades de la onomástica. Antofagasta; Diógenes; Jerjes; Jeremías; Gloria; Pereira; Camila. Luego de cierto mes ya se transforman sus nombres en una sucesión de Quimeras periódicas: Quimera 1; Quimera 2; Quimera 3,14.
La gatosis no tiene fin; y está cada vez más lejos de su terminación, porque los gatos empiezan a nacer diferenciados no solo por sus pelajes o dimensiones. Ahora, comienzan a desarrollar habilidades insospechadas: uno tiene garras ridículamente largas, otro es capaz de caminar por el cielorraso, mientras que diversos gatos de metal, fuego o azufre lo observan extasiados desde el suelo.
Los gatos se fusionan y se combinan con independencia de la mirada del hombre. Cada vez que se voltea para buscar algún ingrediente se encuentra con que el gato con el que estaba experimentando es ahora una pintura cubista que muestra un gato roto en perfectas simetrías marrones, o es una escultura de arena que camina por el cielorraso mientras otros gatos lo observan…
Un gato atado a otro gato podría ser la respuesta: al menos uno de los gatos tendría que caer de pie. También podría dar resultado la creación de un gato con miles de patas, el cual por defecto caería siempre de la manera deseada. Incluso podría elaborarse un gato que fuera en realidad una pata, eliminándose así toda posibilidad de error.
El gato pata y el gato pulpo caen satisfactoriamente de pie, pero ¿siguen siendo gatos estos gatos ad hoc?
No sirven; ninguno de todos los esfuerzos sirve para otra cosa que para el caldero de fuego que expele vapores tóxicos en la sala. Un espeso magma gatuno funde las quimeras, río de lava al cual caen de cabeza, de costado y de todas las formas posibles todos los gatos posibles, excepto de pie.
Entre el humo negro y la marea carmesí de maullidos, unas patas caen perpendiculares sobre la superficie de magma y se encienden en un fuego verde fosforescente. Un gato de ojos eléctricos de azul zafiro se sumerge en el río de experimentos fallidos y se interna en sus profundidades. Todo se vuelve silencio y compresión; la materia se vuelve densa, el tiempo gira y estalla en mil pedazos ante los ojos dilatados de un hombre y su cigarro de entrecasa. Una poderosa explosión abre como una flor el inmenso cielorraso y por la nueva ventana escapa una perfecta bestia alada.
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