Un problema literario que se renueva y reedita en un mundo globalizado y de fronteras cada vez más permeables.
POR SERAFÍN LEIVA
A propósito del debate que concibe a la literatura argentina o latinoamericana de dos formas opuestas; por un lado, de tradiciones más nacionales o regionales, aquellos que se inclinan hacia la búsqueda de particularismos, de rasgos diferenciales, de cultos singulares, aquellos –en fin- que persiguen una literatura esencialista. Y por el otro, de tradición más liberal o cosmopolita, escritores como Borges, Saer o Volpi, que no creen que la literatura deba restringirse sólo a una variedad de temas y que por el contrario, puede versar sin supersticiones sobre temas universales o genéricos. Debo confesar que me hallo más cercano a este segundo grupo, y quizás esto se explique menos por admiración a estos escritores que por una profunda reflexión:
Para el hombre en general, y para el literato (o artista) en particular, hay pocos fines tan elevados como conmover a otro.
Conmover, de su etimología moverme contigo. Creo no poder justificar este axioma, este punto de partida según el cual emocionar, impactar, “tocar” a otro sea el fin último de la vida, pero no pretendo justificarme, quiero ser comprendido. El que logre entenderme, entenderá que no importa la concepción que cada uno tenga sobre la literatura. Ya sea algo puramente estético: algo bello, incorpóreo, que flota sobre nosotros con un aura que nos atrae por su existencia misma, o bien sea un mero instrumento político que busca prescribir una acción determinada. En los dos casos el centro es el hombre y lo que siente al experimentar con ella.
El modelo de la literatura universal es el más funcional a este propósito humano de conmover a otro, no sólo porque mira con escepticismo las extensas taxonomías que definen qué es y qué no es lo latinoamericano, sino porque trasciende con éxito la mera cuestión de los nombres propios, de las fisonomías particulares y de lo puramente circunstancial, y eleva por sobre estas cuestiones algo común a todos los hombres; su experiencia humana.
Este argumento casi propio de la psicología, esta idea de que dos hombres distintos, con circunstancias distintas, puedan experimentar lo mismo es algo muy recurrente en la obra de Borges. Así Hamlet, herido a muerte y por traición diciendo “I’m dying, Horace”, es también un enfermo terminal que acaba de recibir su diagnóstico, es también la víctima de un accidente en la ruta (ya que esas cosas nunca pueden sucederle a uno), es también el doctor Yu Tsun diciendo: “Me pareció increíble que este día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable [...] ¿yo, ahora, iba a morir”. Estos cuatro casos en apariencia distintos son, en esencia (¿qué significa esencialmente?), iguales. La experiencia de fondo: el hombre, incrédulo y aturdido frente a la naturaleza de lo inevitable, trasciende las circunstancias y los colores locales. ¿Qué nos importa en definitiva un florete envenenado, el cáncer, un descuido, o el tumultuoso Madden?
Entonces, nacionalistas y cosmopolitas perciben el contexto en el que se desenvuelven de manera diametralmente opuesta. Para los primeros, la cuestión de la identidad es de importancia vital dado que es algo fijo, inmanente, y por lo tanto los escritores deberían representar –a través de una voluntad consciente- su realidad latinoamericana; el realismo mágico, género artificial como cualquier otro, bien podría expresar esta corriente. Para los otros, la identidad es algo que se construye, que se elige, y por lo tanto es la libertad artística lo que está verdaderamente en discusión. La encrucijada de principios del siglo XX refleja esto mismo, donde para algunos la literatura debía crear una tradición propia que remitiera a lo estrictamente local y que rompiera así con la influencia española –en el caso argentino- o europea –en algún otro caso latinoamericano-. El problema para Borges o para Alfonso Reyes era que en un lugar donde no existía la tradición, el nacionalismo era una solución parcial; un vanguardismo de segundo orden, una modernidad copiada. Porque en definitiva, el nacionalismo fue un invento europeo y por lo tanto, como dice Saer, era una forma de colonialismo. Para los cosmopolitas entonces, este debate termina siendo ocioso y anecdótico; la ausencia de una conciencia histórica (a diferencia de los grandes imperios europeos), la reciente historia –con su correspondiente inmigración- y la globalización en sí, libera al argentino (y al sudamericano) de las ataduras culturales que sí tienen las demás naciones occidentales, permitiéndonos desarrollar una picardía, una irreverencia, un espíritu transgresor potencialmente innovador.
Yo quisiera ser más ambicioso, ir un paso más allá. Quizás el poeta sea amanuense de un dios y pueda –como poeta-, ignorar el propósito secreto de su poesía. Shakespeare y Brahms consagraron su obra a unos pocos felices y terminaron conmoviendo a Dietrich zur Linde, nazi abominable condenado por torturador y asesino. El poeta no puede, sin embargo, olvidar su propósito como hombre1; Borges nos conmueve menos por su literatura que por su primer destino, la ceguera, que no le impidió ser Borges; la Sinfonía n.° 9 sólo cobra sentido porque Beethoven era sordo.
Es cierto, la existencia de este debate ocioso y anecdótico nos vuelve escépticos. No sólo por la discusión absurda sobre “lo latinoamericano”, y tampoco por lo pobre que sería restringirse de antemano a una intención estética o a una mera función ideológica. El verdadero problema está en creer importante un paisaje, y no la resignación estoica que ese paisaje imprime en el carácter de un hombre; el problema está en mirar la raza de ese hombre y no al hombre en sí. Quien leyó a Emma Zunz y no recuerda su tono, su pudor, su odio, no entendió de qué iba su historia. El problema está en perder de vista nuestro destino humano, quiero decir, conmover al otro. A partir de ahí, alea iacta est.
Notas:
1. Noto vagos influjos del Facundo en este pasaje.
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