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  • LAUTARO CASTILLO

¿De humanos a dioses? La próxima frontera

¡Qué obra maestra es el hombre! ¡Qué noble en su raciocinio! ¡Qué infinito en sus potencias! ¡Qué perfecto y admirable en forma y movimiento! ¡Cuán parecido a un ángel en sus actos y a un dios en su entendimiento!

—William Shakespeare, Hamlet

 

Un concepto que se manifiesta con frecuencia en la ciencia ficción reciente es cómo concebimos a Dios.


En clases de historia o sociología política, Weber plantea que, en nuestras intenciones de ampliar los conocimientos del mundo, nos dimos cuenta del carácter incomprensible y lejano de lo divino. Fue entonces que tomamos dimensión de nuestro rol y el control que podemos tener sobre nuestras vidas.


El racionalismo, que llegaba para ordenar y sistematizar nuestra cotidianeidad, nos abrió el camino hacia la modernidad: economía capitalista, Estado y burocracia.


Más de cien años después, aunque algunos sectores continúen, para bien o para mal, con su labor de reivindicación de una (¿la?) deidad suprema, otros comenzaron a pensar en cómo llenar ese vacío weberiano de otro modo: si no logramos percibir a un ente tan abstracto e inmenso como Dios, el siguiente paso quizás esté entre lo cotidiano.


Quizás, en algún futuro posible y con el desarrollo tecnológico suficiente, podamos convertirnos nosotros mismos en dioses.


Al menos, con eso fantasean los guionistas del cine y la televisión, por más que a Weber pudiera parecerle un retroceso anacrónico a valores autoritarios. ¿Será que el mismo racionalismo que nos abre las puertas al conocimiento infinito hace que demos la vuelta completa y regresemos a las percepciones simplistas de los deísmos?


La deidad (en caso de que no haya más de una) puede caracterizarse como un producto de tres cualidades básicas: omnipotencia, omnipresencia y omnisciencia. Otros atributos, como pueden ser la creación del todo, la benevolencia y la existencia eterna, son coyunturales a cada caso y no necesariamente vinculantes. Parecería que las tres están interrelacionadas: tarde o temprano, una por sí sola deviene en las otras dos. Por ejemplo, una inteligencia apabullante podría llevar a un conocimiento tal que permita adquirir un poder sobrehumano para influir en todos los tiempos y los espacios.


¿No es suficiente el esfuerzo incalculable que exigiría alcanzar una de estas tres para llegar a la condición suprema?


Veamos algunas anécdotas de la ciencia ficción.


Desde sus principios, Rick & Morty establece la existencia de dimensiones paralelas, donde se exploran las bizarras diferencias con la nuestra. Cuando Morty interactúa con una dimensión donde el tiempo avanza más rápidamente, los desastrosos contactos con la civilización del portal resultan en un desarrollo idiosincrático y tecnológico cuyo (casi) único objetivo es esperar y destruir a Morty. Morty rescata algunos rasgos de una deidad, pero solo por la manera que otros lo ven, no por cualidades propias. El concepto de Dios no nace solamente de sus propias habilidades, sino también de nuestra voluntad de definirlo como tal.


En uno de estos encuentros, una amiga de Morty ingresa por accidente a la otra dimensión, donde es congelada y es testigo del paso del tiempo sin envejecer un solo día. En este estadio, no tiene más que el tiempo sin fin, que la provee de locura, iluminación y perdición nuevamente. En esta prisión de tiempo sin propósito, se convierte en un ente omnipresente y ve la eternidad desenvolverse ante sus ojos: el término diosa del tiempo, con el cual se describe a sí misma, es acorde.

 
Nunca pensé encontrarme con el jefe
En su oficina, de tan buen humor
Pidiéndome que diga lo que pienso
¿Qué pienso yo de esta situación?

—Serú Girán, Encuentro con el diablo

 

En Loki, al espectador se le presenta una trama sacada de un cuento de Borges con la estética de Wes Anderson: existe, en algún lugar o momento, una agencia que monitorea y protege la eternidad de principio a fin. Se encarga de detectar personas que se desvían del camino premeditado de su destino, las variantes: no hay tal cosa como el libre albedrío y jamás existió. Loki y Sylvie, junto a Owen Wilson y la ayuda de otros Lokis alternos, viajan hasta el Vacío, donde todos los tiempos finalizan y se detienen, para atravesar al guardián de esas tierras y llegar a las puertas de la Ciudadela al Fin de los Tiempos.


En ella, los recibe en su despacho un ente omnipresente. Él, una variante, conoce todo lo que ocurrió y todo lo que va a pasar, pero resulta ser un hombre común y corriente: un científico del futuro distante, quien descubrió la existencia de universos paralelos. El problema apareció cuando se contactó con otras versiones de sí mismo y algunas de ellas vieron una oportunidad de dominar universos enteros: una guerra multiversal que llevaría al fin de todo lo conocido. Él mismo la terminó al aislar el correr de todos los multiversos en uno solo, controlado por aquella agencia para evitar mayores ramificaciones. Sin ella, devendría el caos cataclísmico del libre albedrío.


Un ser omnipotente, al filo de todo lo conocido y por conocer, quien no solo posee un conocimiento sin límites, sino también un poder inconmensurable, capaz de distorsionar lo que concebimos como real y tangible. Haya creado o no el universo, ciertamente controla toda capacidad y existencia posible, un estatus que algunos percibirán como el de una deidad.


Al final de Loki y su consecuente (re)creación del multiverso, la serie antológica What If…? explora esos universos alternos. En uno de ellos, Ultrón (Los vengadores: la era de Ultrón) es, una vez más, una inteligencia artificial creada para alcanzar la paz mundial. Sin embargo, en esta ocasión es exitoso en su tarea: la exterminación de la humanidad, que es como él concibe la paz. Haciéndose de una de las Gemas del Infinito, acaba con el planeta, pero al encontrarse con el resto de las gemas adquiere una nueva conciencia que le permite ver todo más allá de la Tierra: más mundos a donde llevar la paz. Solo después de hacerlo, Ultrón se da cuenta de que ya es un androide sin propósito, condenado a pasar la eternidad en un silencio infinito.


En ese estado, su percepción llega a niveles tan amplios que logra distinguir universos más allá del suyo, encontrando así una nueva extensión de su propósito. Además de la omnipotencia, este monstruo de Frankenstein moderno llega a la omnipresencia: puede viajar entre las realidades posibles y tenerlas en la palma de la mano.


Hay otros momentos de la ciencia ficción, aunque un poco más viejos y telenovelescos, que tratan sobre esto mismo.


En Star Trek, el Capitán Kirk está en camino a atender el llamado de una nave desaparecida doscientos años antes. Al arribar, la misma tormenta electromagnética que selló su destino golpea a la Enterprise y deja inconsciente a un comandante amigo de Kirk. Rápido y sagaz, el primer oficial Spock descubre que no fueron las ondas las que acabaron con aquella tripulación, sino las mismas personas que, sin saberlo, adquirieron del espacio exterior una inteligencia extraordinaria.

El comandante podía leer libros enteros en apenas minutos y recordar a la perfección los detalles del texto. A medida que pasaba el tiempo, su conocimiento aumentaba exponencialmente: distorsionaba sus signos vitales con solo pensarlo, podía morir si quería y regresar a la vida en pocos segundos. Luego trasladó sus habilidades hacia el exterior: sabía con exactitud dónde estaban los problemas mecánicos de la nave y podía tomar control de ella haciendo telequinesis. Pronto, podría leer pensamientos y manipularlos.


No ahondaré más en el episodio: el universo es incomprensiblemente vasto y contiene dinámicas más allá de nuestra imaginación. Es cuestión de tiempo que se nos presente una situación semejante. Quizás sea físicamente imposible tal capacidad infinita, pero sí debemos considerar el poder que ya tenemos como una responsabilidad con nosotros mismos, otros seres vivos y los ecosistemas donde habitamos.


Cuando hablamos de la fe, damos por sentado ciertos valores y hábitos; llámese, por ejemplo, una ética judeocristiana. Sin embargo, esa misma entra en discusión cuando atravesamos el umbral de la postmodernidad, por lo que los dioses del presente (o del mañana) pueden tomar cualquier forma e ideología. Lejos quedó la benevolencia suprema de una deidad que envía su hijo a la Tierra para la salvación de nuestros pecados. Un nuevo dios bien podría ser nuestro fin, o nuestra eterna condena.


En un afán por intentar llenar ese espacio que dejó el desplazamiento de Dios de la vida cultural y social humana, varios autores abren el abanico de posibilidades (sí, ficticias) de cara al futuro de la religión. Cuando retiramos a la deidad, somos nosotros, a nivel individual, quienes llenamos ese vacío haciéndonos cargo de nuestra propia salvación. Sin embargo, ¿qué ocurrirá cuando nuestro desarrollo humano e intelectual sea lo suficientemente avanzado? ¿Es posible introducirnos, literalmente, en ese lugar y transformarnos en dioses?


Esa respuesta, desde ya, probablemente no la obtendremos nunca. Después de todo, recurrimos a la (ciencia) ficción para imaginar futuros posibles, y encontrarle sosiego a la total indiferencia del universo sobre nuestra existencia. Algo me dice que quizás el próximo deísmo está frente a nuestros ojos, pero todavía no hemos adquirido la conciencia para poder verlo.

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