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Dana Repka

Cuando una pandemia visibilizó a las cuidadoras de siempre

Actualizado: 17 abr 2021

Una pequeña reflexión desde la Sociología del Trabajo

con perspectiva de género


Por Dana Repka


En tiempos de pandemia, la importancia del trabajo de cuidados en el sostenimiento de la vida (y su cotidianidad) resulta, a todas luces, evidente. Desde hace casi dos meses, ante la amenaza del contagio y con la continua prorrogación de la cuarentena, los/as argentinos/as -desde adultos/as mayores hasta adolescentes, niños y niñas- han quedado aislados/as y confinados/as al espacio de sus hogares. Encerrados/as en él, el valor económico y social de tareas tales como cuidar de los/as enfermos/as; criar, alimentar, y educar a los niños, las niñas y adolescentes; cuidar, bañar, acompañar y darles medicinas a los/as adultos/as mayores -por nombrar sólo algunos ejemplos de la enorme la lista de tareas de cuidado que sostienen el día a día de la sociedad en su conjunto- brilla, en los hechos, en toda su abundancia. Nunca estuvo más claro que son aquellas las que están garantizando la salud física, psíquica y emocional no sólo de las personas que son “grupos de riesgo”, sino, también de todo sujeto miembro de esta sociedad que, sin serlo, requiere cuidar y ser cuidado/a.


Ahora bien, desde la sociología del trabajo -en la que participa esta breve reflexión-, se denuncia que, pese a la enorme importancia que desempeñan las tareas de cuidados en el mantenimiento de la estructura social, éstas ni siquiera han sido valoradas, tradicionalmente, como “trabajo”. Por el contrario, el único trabajo que ha sido reconocido en las sociedades industrializadas -económica y socialmente- como tal es el “trabajo de la producción” (de bienes y servicios) que fue asociado, indisolublemente, con la actividad (y el espacio) público (Carrasquer, Torns, Gil y Díaz, 1998)1. En este contexto y en la medida en que la norma social de empleo en la que se basó el contrato social de postguerra otorgó derechos de ciudadanía sólo a las personas consideradas “empleadas”, quienes desempeñaban tareas de cuidado quedaron completamente desamparadas de esos derechos.


Tal circunstancia tuvo -y tiene- enormes consecuencias desiguales desde una perspectiva de género. Y es que, como resultado de la división sexual del trabajo consagrada mediante (1) la separación, fruto del pensamiento contractualista, en dos esferas (pública-masculina y privada-femenina) y (2) el proceso de industrialización que confinó a las mujeres a sus hogares, son ellas quienes desempeñan, mayoritariamente, tales tareas (Marugán Pintos, 2017). Así, las mujeres que cuidan en el ámbito doméstico quedaron relegadas, en términos de derechos conquistados, a un rango inferior de ciudadanía respecto a los trabajadores “productivos” masculinos, pues han carecido históricamente de derechos sociales -que si tuvieron ellos- como el derecho a un salario o a la protección social (Martín Palomo, 2008).

Desde nuestro análisis, entendemos que esta visión peyorativa respecto al valor del trabajo de cuidados (y a sus cuidadoras) se ha plasmado con claridad en este contexto pandémico no sólo en la escasa -o directamente nula- mención de la importancia de estas tareas en la opinión pública (pareciera que los únicos aplausos son otorgados al personal sanitario) ; sino también, fundamentalmente, en las posturas adoptadas por el gobierno en sus respuestas frente a la crisis del coronavirus. En efecto, sus bruscas decisiones de ordenar el cierre de colegios y los centros de día de mayores -sin brindar ninguna respuesta estructural para cuidar (o al menos facilitar el cuidado) de las necesidades de los niños/as, adolescentes y adultos/as mayores que dichas instituciones contenían-, terminaron por re-colocar la carga de la atención a las necesidades de cuidados en lo privado, en lo doméstico y, con ello, en las mujeres que lo habitan. Así, desde el poder estatal, se evidencia una clara insistencia en la “gratuidad” de los cuidados que proveen las mujeres en pos de seguir sosteniendo el andamiaje social.


Ahora bien, frente al diagnóstico de la trascendental -pero ignorada- importancia del trabajo de cuidados en el contexto actual, vale hacernos una pregunta: ¿Podrá la pandemia marcarnos un punto de inflexión; esto es, un estadio a partir del cual se comience a valorar el trabajo de cuidados en su rol de velar y preservar la vida y el bienestar social?


A nuestro parecer, existen ciertos indicadores que marcan un camino en esa dirección. Desde el inicio del confinamiento y hasta la actualidad, numerosas redes de solidaridad y apoyo mutuo han surgido no sólo para atender las necesidades de la población más vulnerable -por ejemplo, a través de iniciativas vecinales que se hacen cargo de la compra de los alimentos y las medicinas de las personas más mayores-, sino de toda la ciudadanía en general (apoyo psicológico gratuito online, asesoramiento laboral de urgencia o simplemente charlas de contención entre vecinos). En estas experiencias de ciudadanía organizada, la lógica individualista del “sálvese quien pueda” -que es intrínseca a sociedades liberales y capitalistas como las nuestras en las que se piensa en sujetos autónomos y completamente independientes entre sí- parece estar siendo reemplazada, en el imaginario social, por lógicas colectivas (“a este virus, lo paramos entre todos/as”) que evidencian que el cuidado no se puede hacer de manera individual; que todos somos interdependientes y que, en ese sentido, todos/as somos cuidadores/as y debemos ser cuidados/as.


A modo de conclusión y por todo lo expuesto, estamos convencidas de que esta crisis -y las devastadoras consecuencias que ella está teniendo- se nos presenta como un proceso histórico con plena potencialidad para re-colocar (de nuevo) la vida en el centro y conducirnos, como resultado, a re-pensar las tareas de cuidado de una manera estructural, integral y organizada. Consolidar derechos de trabajo que contemplen a quienes se dedican a los trabajos de cuidado; distribuir sus cargas entre hombres y mujeres; y crear servicios públicos de cuidado -a la par de los servicios de salud- son sólo algunas de las iniciativas que nos encaminarán en esa dirección y que, en consecuencia, nos permitirá salir de esa crisis más fuertes (y unidos/as) que antes.


Notas al pie:


1. En efecto, tradicionalmente, las mujeres que realizaban trabajos de cuidado fueron catalogadas como “inactivas” y no como “trabajadoras domésticas”. Como explica Joan W. Scott en “La mujer trabajadora en el siglo XIX” (1993): “En Gran Bretaña, de acuerdo con Jane Lewis, el censo de 1881 fue el primero que excluyó de la categoría de trabajo las faenas domésticas de las mujeres. «Una vez clasificadas como “desocupadas” las mujeres que se dedicaban a las tareas domés- ticas, la tasa de actividad femenina quedó reducida a la mitad.» Antes de ese momento, mujeres y hombres de más de veinte años habían presentado niveles similares de actividad económica. Después de 1881, la domesticidad y la productividad se concibieron como antitéticas.”


Bibliografía


  • CARRASQUER, P., TORNS, T., GIL, E.T., & DÍAZ, A.R. (1998). “El trabajo reproductivo”. Papers: Revista de sociología Nº55 de la Universitat Autònoma de Barcelona, pp: 95-114.

  • MARTÍN PALOMO, M,T. (2008). “Los cuidados y las mujeres en las familias”. Revista Política y Sociedad, Vol. 45, Nº2, pp: 29-47.

  • MARUGAN PINTOS, B. (2007). “La Cuidadanía como Eje de un Nuevo Pacto Constituyente”, Revista Cuadernos Manuel Giménez Abad Nº5, Febrero 2017, pp: 122-136.

  • MARUGAN PINTOS, B. (2014). “Trabajo de cuidados”, Eunomía: Revista en Cultura de la Legalidad Nº7, Septiembre 2014, pp: 215-223.

  • SCOTT, J.W (1993). “La Mujer Trabajadora en el siglo XIX” en DUBY, G. (dir.) y PERROT, M. (dir.) Historia de las Mujeres en Occidente. Vol. 4. Madrid: Siglo XIX


 

Sobre la autora


Dana. Estudio derecho pero soy una socióloga frustrada. Me gusta analizar la realidad para luego transformarla. La teoría (y práctica) feminista interpela todo lo que soy.


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