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Luciana Perczyk

Saquémonos la gorra: la tóxica relación entre feminismo y punitivismo

El movimiento feminista ha tenido sus idas y vueltas en los últimos años, por eso mismo deberíamos preguntarnos: ¿qué lugar le queda al objetivo último del feminismo?

Este ocho de marzo se sintió distinto, ¿o no? En las redes sociales se pedía “tolerancia”, palabra muy militada estos últimos años. Que si nos regalan flores, que si nos dicen feliz día, que si nos desean feliz lucha. ¿Qué es lo que importa, realmente?

“En los medios progres las mujeres están de paro y los varones quedaron al micrófono hablando de cómo derribar el patriarcado. Lo que se dice un éxito.”

“Este 8 de marzo tengamos menos superioridad moral sobre otras mujeres que hacen lo que pueden.”

“Yo no sé a ustedes, pero a mi este 8M me encuentra tan cansada que ni en pedo me pongo a educar gente y sigo como si nada si me dicen feliz día.”

Entre miles, estos eran algunos de los tuits que dieron vuelta el día de la mujer. Con un reclamo menos por delante, la promulgación de la Ley de la Interrupción Voluntaria del Embarazo nos dejó en una posición diferente a años anteriores: una de las más grandes conquistas de un movimiento que convive intensamente desde el 2015 entre las calles y las redes.

¿Por qué este 8M se sintió un poco diferente? Efectivamente, el movimiento tuvo sus idas y vueltas en estos seis años tanto en Argentina como en el resto del mundo. Todos, seamos o no parte del movimiento, aprendemos día a día del patriarcado y sus implicancias. El aprendizaje es constante y, en ciertos espacios, hasta inevitable: algunas conversaciones sobre el feminismo y las masculinidades en Argentina están muy avanzadas.

En el 2018 tuvimos la intensa experiencia de los famosos “escraches”, término casi exclusivo de la sociedad argentina.

En una investigación sobre este fenómeno, entrevisté a Tamara Tenenbaum, Licenciada en Filosofía por la UBA y autora de “El fin del amor: querer y coger”. Tamara mencionó que el origen de la palabra “escrache” viene de la época de la dictadura y que justamente la especificidad de esas palabras hace posibles conversaciones que no tienen lugar en otros países.

Parece ser que esas conversaciones que menciona Tenenbaum, como en todo movimiento, se fueron en algunos casos hacia extremos y llevaron a una espiral difícil de contener. Nos cansamos de escucharlo, pero sí: estamos saliendo (aunque seguimos un poco sumergidos) de la cultura de la cancelación. El movimiento feminista se relacionó de forma estrecha con esta cultura, en algunas ocasiones quizás de manera inconsciente.

En la misma investigación tuve la oportunidad de conversar con Alexandra Kohan, psicoanalista, docente en la Facultad de Psicología de la UBA y ahora colaboradora en El Diario AR.

Kohan resaltó la obsesión por las etiquetas que tienen las últimas generaciones y el exceso de codificación en cualquier procedimiento.

Desde grupos de chicas en colegios secundarios hasta espacios de adultos como la militancia o el trabajo, se comenzaron a señalar y denunciar tanto acciones como discursos en nombre del feminismo.

La psicóloga reflexionó sobre la extraña relación que se está dando entre juventud y corrección:

El avance del moralismo que fue notorio en estos últimos años me llamó mucho la atención porque hasta esa explosión, la juventud en realidad suele ser transgresora de los códigos morales, sean cuales sean. Me parece que esta última camada se puso hasta más moralista que sus propios padres, por ejemplo.

Hace tiempo escuchamos sobre el particular “feminismo punitivista”. Es importante tener presente que el movimiento adquirió esa característica en muchas oportunidades. Cuando se eligen prácticas como el escrache con nombre y apellido en redes sociales, no hay plan a seguir más que el punitivista. Estos métodos dejaron de tener tanto uso como lo tuvieron hace unos años, pero cada tanto aparece una historia en Instagram o un post en Facebook con un escrache público.

Lo fundamental como feministas es detenernos a pensar hacia dónde vamos y qué hacer para llegar allí. Si te molesta que te den flores el día de la mujer, está bien. Si no te molesta, también está bien. El problema es pensar que una tiene la autoridad de juzgar la decisión de la otra: que tu amiga acepte un “feliz día” no la hace menos feminista y tampoco representa un obstáculo en nuestros objetivos.

Decir esto tampoco significa que la militancia y el activismo deben de ser pasivos, bien sabemos que los derechos no se consiguen ni sentadas ni calladas. Rechazar los escraches como metodología tampoco significa querer callar una situación, sino optar por otras posibilidades para alojar padecimientos que efectivamente existen.

Hay, además, dos temas fundamentales para tener en cuenta. En primer lugar, el rol del varón en todas estas situaciones y cuál es la reflexión y acción que queremos motivar de su parte. ¿Tiene sentido condenar a un chico de quince años que dice un comentario machista? ¿Es lo mismo un menor que le tocó el culo a una chica en una fiesta que a un hombre de 35 años que violó? Son preguntas que, aunque obvias, vale la pena hacerse. Las etiquetas importan y las palabras, también. Cuando se forman los grises y no se distinguen las cosas, se invisibiliza en nombre de una supuesta visibilización.

Por otro lado, pensar en nuestras herramientas y la efectividad de las metodologías. Se hicieron infinitos escraches y se canceló a mucha gente (incluso gente muerta). Ambas prácticas se sobreutilizaron y dejaron de producir efecto alguno: se pasaron de rosca y quedaron girando en falso.

Es muy sencillo decir que optemos por alternativas, pero no es tan fácil hacerlo. Hay que tener perspectiva en lo que se exige y sobre todo a quién. En relación con uno de los primeros tuits citados sobre la superioridad moral que se aplica al juzgar a otras mujeres, no podemos ignorar que no todos tenemos las mismas herramientas ni la misma educación.

En mi investigación sobre escraches, noté (para mi sorpresa) que muchos de los colegios de Capital Federal (excluyendo los ultra religiosos) tienen espacios de contención psicológica y, en numerosos casos, protocolos de género. Eran justamente estos colegios los que más casos de escraches tenían.

No sería correcto que a un colegio rural le exija yo, estudiante universitaria porteña de 21 años, cómo debe manifestar sus problemas. En la mayoría de los colegios del interior del país, no hay talleres de masculinidad ni capacitación en situaciones de abusos o acosos. La educación en estos casos resuelve muchos conflictos, pero no todos. Es notable: la buena educación, tanto académica como doméstica, no excluye a un hombre de ser violento.

Temas como la sexualidad presentan una alta complejidad. Alexandra Kohan, como toda psicoanalista, no pudo evitar citar a Sigmund Freud:

Me parece que es un error creer que la salida es por el lado de la educación únicamente. Freud decía "educar, gobernar y psicoanalizar son tres tareas imposibles". Son imposibles y sin embargo se siguen haciendo. ¿Qué quiere decir que sean imposibles? No todo puede ser subsumible en eso, por ejemplo, en la pedagogía. La pedagogía sobre el amor o sobre la sexualidad ya está sola. Es una narrativa que se construye en cada época, y la emancipación es eso: sacarse de encima los lastres de esos intentos de disciplinamiento, sean cuales sean esas épocas.

Entonces, ¿de qué nos sirve pasar el día señalando y buscando el error en el de al lado? Hoy en día parece haber una denuncia al disciplinamiento que nosotros mismos replicamos. El amor, por ejemplo, no es algo más sobre lo que podemos aplicar un manual pedagógico.

En un movimiento emancipatorio como el feminismo deberíamos denunciar las normas establecidas en nuestra sociedad y tratar de salir de ellas. Nuestro error está en reemplazarlas por nuevas: si la norma es que la mujer sea ama de casa, exijamos que pueda elegir fuera de ello. Esto no supone que la nueva norma sea que la mujer no debe ser ama de casa desde ningún punto de vista, nuestro enfoque debería estar en la libertad de elegir. Kohan también recordó a Foucault: a la norma, disciplinamiento o poder se resiste con un contrapoder y no con otra norma que se supone superior.

¿No es al fin y al cabo lo que queremos? ¿Liberarnos de las normas que nos impusieron desde niñas? Para eso, parecería importante o hasta esencial que dejemos de inventar nuevas. Nadie tiene la responsabilidad de llevar el movimiento feminista al hombro, pero sí tenemos la responsabilidad de reflexionar qué hacemos nosotras como feministas, sobre nuestro accionar.

Por suerte, la reflexión existe: cada vez se observa más cuestionamiento, sin dar nada por sentado. Pero para ello, repito, hay que abandonar el lugar de la superioridad. Ver documentales o incluso hacer cursos de género no nos debería autorizar a ser policía sobre los demás. Usémoslo de otra manera y sigamos usando al feminismo como ese lente que un día nos permitió ver mejor las injusticias, grandes o pequeñas, de la sociedad en la que vivimos.



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