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  • Franco Ceriani

Vladimir Putin: una mirada cenital sobre el nuevo zar

Cuando escuchamos hablar de Vladimir Putin pensamos en los memes que circulan por las redes donde se busca reflejar su dureza y, en este contexto, recordamos su diplomacia de vacunas. Pero mientras tanto el gigante ruso continúa nadando en polémicas. Vamos a conocerlo un poco más:

A principios de abril, Putin firmó la sanción de la nueva constitución rusa que fortalece la figura presidencial. Dos meses atrás, se celebró el séptimo aniversario de la Crisis de Crimea. Por otro lado, la situación judicial del activista opositor Alexei Navalny se ve cada vez más sombría: actualmente se encuentra cumpliendo una condena y fuentes declaran que ha sido sometido a diversas torturas La nueva administración norteamericana condena estos abusos pero las posibilidades de una liberación siguen siendo cercanas a cero.

Si observamos todo esto desde nuestra mirada nos parece completamente fuera de eje. Cuando vemos a Putin se nos representa un simpático y popular ‘’macho man’’ del norte, cuya diplomacia de vacunas nos da una luz de esperanza a la hora de lidiar con la pandemia COVID-19. Ahora más que nunca, es importante adentrarse en este régimen y sus particularidades para evaluar la visión que tenemos sobre este líder de Estado. Desde Occidente sabemos muy poco sobre lo que ha estado pasando en Rusia a lo largo del siglo XXI. Es por esto que puede servirnos hacer un rápido recorrido por los últimos 21 años analizando la figura de nuestro nuevo aliado.

31 de diciembre de 1999. Las familias esperan que el reloj marque las 12 mientras que el mundo se prepara para el año 2000 del calendario gregoriano. Un mix de sensaciones inundaba las casas entre la celebración, el miedo al Y2K -o el mal llamado efecto 2000-, incertidumbres frente al nuevo milenio y expectativas por la ampliación del progreso de los años 90. En este contexto, el entonces presidente de la Federación Rusa, Boris Yeltsin, hace la primera y última transición real de poder en la historia de la República post-soviética. Rusia posee un sistema similar al francés, es decir, el ejecutivo se compone de un Presidente y un Primer Ministro nombrado por él. Entonces, tras la renuncia del Jefe de Estado, el título quedó en manos del Primer Ministro Vladimir Putin.

Pero, a pesar de esta división formal de cargos, el centro del poder político en Rusia reside en la figura del presidente. Yeltsin, al verse rodeado por denuncias de corrupción, señalado como el principal responsable del colapso económico que siguió a los intentos de reformas de mercado post-1991 y con una aprobación popular por el suelo, vió en Vladimir Putin la figura que necesitaba. Como ex KGB, Putin era una figura que transmitía la gravitas que le estaba faltando al cargo. Este hombre 20 años más joven y en excelente estado de salud simbolizaba un cambio generacional que Rusia desesperadamente necesitaba. Pero no todo reside en la frescura de este joven muchacho lleno de aspiraciones: además, al haber estado tantos años dentro del gobierno, era considerado un insider que podía asegurarle la inmunidad institucional a Yeltsin. Y así fue: una vez que su predecesor abandonó el poder, el esquema de corrupción fue ignorado. El mismo día de su asunción Putin firmó un decreto garantizando la amnistía para todos los jefes de Estado de la Federación Rusa y sus familias.

Desde entonces, la historia del gobierno ruso es la de cómo una élite de empresarios y funcionarios públicos lograron abarcar las instituciones de la débil y joven república al punto de inmiscuirse en todos los asuntos gubernamentales. Tanto para los opositores cómo para la comunidad internacional este accionar dista mucho del ideal de una democracia liberal. El país presenta una gran concentración económica en el sector denominado oligarquía empresarial: estos son actores muy importantes que lograron volverse multimillonarios “de la noche a la mañana” gracias a generosas oportunidades otorgadas por las privatizaciones que siguieron al desmantelamiento de las gigantescas y estancadas industrias estatales soviéticas. A nivel político, sucesivas reformas institucionales han fortalecido extraordinariamente los poderes represivos del Estado e incrementado el poder del Presidente, lo que abiertamente perjudica a las autonomías provinciales y la división de poderes. Esto sucede frente a los ojos de un poder judicial ciego, adicto e incapaz de desafiar las decisiones de un gobierno hambriento.

A nivel cultural, el ambiente ruso se caracteriza por un sistema fuertemente presidencialista donde el Ejecutivo representa a la totalidad de la nación, lo que tiende a generar un limitado reconocimiento de la legitimidad del disenso y la pluralidad. Los incidentes con la prensa son recurrentes, esto fomenta la concentración de los medios en empresarios alineados con el gobierno. La persecución y el asesinato de periodistas fueron una constante a lo largo del gobierno de Putin, acción que se suma a una larga lista de violaciones a los Derechos Humanos.

Siguiendo en esta línea, hay mucha política pública llevada a cabo por el gobierno de Putin que puede ser considerada, como mínimo, problemática. Tras la caída del muro de Berlín y el desmantelamiento de la URSS, el marxismo dejó de ser el principio guía de la cultura rusa. Ante dicho vacío cultural, la política rusa ha vuelto a centrarse en aquellos valores que la definían antes de la revolución de Octubre: Rusia como baluarte del cristianismo ortodoxo, y contracara moral ante la ‘’degeneración’’ del liberalismo occidental (Denysenko, 2020). El acercamiento entre el Kremlin y los cabecillas religiosos de la iglesia Ortodoxa rusa en el último tiempo ha sido notable, lo que los llevó a tener una silla en la mesa donde se toman las decisiones del país. Esta influencia se ve reflejada en decisiones como la polémica ley para “prevenir la exposición de información que niegue los valores familiares tradicionales’’ a los niños. En la práctica esta ley, que establece multas o incluso penas de prisión para quienes promuevan relaciones ‘’no tradicionales’’, es una censura a la promoción de derechos LGBTIQ. Diversos activistas LGBTIQ han denunciado en reiteradas oportunidades cómo el gobierno ruso les ha negado el derecho a manifestarse. El desfile del orgullo LGBTIQ, por ejemplo, es un evento que está prohibido desde 2012 bajo la excusa de “incitación a la violencia”’.

Tampoco reina la paz en lo que concierne a los derechos de la mujer. El acercamiento a la iglesia ortodoxa ha llevado a una reivindicación de la figura de la mujer enmarcada dentro de la familia nuclear y patriarcal, lo que lleva implícito una negación cultural a la posibilidad de lograr independencia. La predominancia del alcoholismo como un serio problema social (Zakirova, 2005), un machismo respaldado por el gobierno y un sistema policial y jurídico ridículamente corruptos e ineficientes han llevado a lo que diversos colectivos feministas han llamado una “epidemia de femicidios”’: el número de asesinatos no ha dejado de subir desde los años 90 y, según estimaciones de 2017, una mujer es asesinada en Rusia cada 40 minutos. Es en este contexto que, con el fin de reducir el papeleo y la burocracia que significaban las denuncias de violencia doméstica para la policía, la justicia recomendó y el gobierno aprobó una reforma que reduce la violencia intrafamiliar a una infracción simple, la cual sólo es pasible de una multa (Semukhina, 2020).

En 2020 Rusia llevó a cabo un referéndum para reformar su constitución. En este eje, es importante remarcar algunas cuestiones: la nueva constitución le permite a la cámara alta destituir jueces con aprobación del presidente, detalla la figura del ‘’matrimonio natural’’ cómo la unión entre ‘’un hombre y una mujer’’, fortalece las restricciones sobre la posibilidad de tener una ciudadanía extranjera e incrementa el tiempo de residencia en Rusia para ser electo en cargos de alto nivel. Además, se establece que los mandatos presidenciales previos a esta enmienda no son acumulativos, lo que significa que Putin podrá volver a presentarse en 2024 y 2030, manteniendo el poder hasta 2036. El proceso de votación de esta nueva constitución, al igual que el de las elecciones de 2018 y 2012, ha sido denunciado por fraudulento, plagado de presiones que cuestionan su transparencia y legitimidad. Estados Unidos y la Unión Europea han expresado su preocupación ante estas irregularidades.

Lo que es más importante entender no es el ascenso singular de Vladimir Putin al poder y su sostenimiento en el mismo. Esto resulta meramente anecdótico: la permanencia en el poder por un largo tiempo no es una cualidad inherentemente negativa en un sistema, y nadie cuestiona, por ejemplo, la extensa permanencia de líderes cómo Angela Merkel o Mark Rutte en los parlamentarismos europeos. Sin embargo, sí hay algo problemático en este caso. Su permanencia viene acompañada de un debilitamiento y desgaste de las instituciones y contrapesos del sistema constitucional ruso. La hostilidad que el sistema ha presentado ante cualquier oposición genuina, como en el caso del activista opositor Alexei Navalny junto a la concentración del poder en tan pocas manos amigas, vuelve muy difícil garantizar el debido proceso democrático: una democracia sin republicanismo suele dificultar mucho la llegada de proyectos opositores como opción que fomente la pluralidad de voces, desafíe al poder y logre el reconocimiento de una parte del electorado. Hay una zona gris entre una república funcional y una dictadura donde toman lugar los regímenes híbridos: hay elecciones, pero no se puede garantizar su transparencia. Hay jueces, pero no se puede asegurar su independencia. Hay partidos, pero no se puede garantizar un espacio seguro donde se habilite un genuino debate democrático. En teoría estos regímenes son iguales a los democráticos pero en la práctica nos encontramos con algo diferente.


Estas autocracias no se sostienen solamente por un éxito económico, ni funcionan sólo cómo una máquina de represión violenta. A la hora de entender las transformaciones del régimen de Putin, uno debe tener presente que la gran base que sostiene a este régimen es una narrativa ficticia sobre el mismo , la cual fue creada por el Ejecutivo y es constantemente reforzada por el aparato de comunicación estatal, desincentivando y problematizando el disenso para anular las instancias de crítica y participación ciudadana. Este relato que construye el gobierno se ajusta más a las necesidades de la mente humana que a la realidad y desconecta a las masas del mundo real. El éxito de estas ficciones, sin embargo, depende de la percepción de los ciudadanos sobre su predominancia: cuanta más gente cree en las ficciones construidas por el estado, más convincentes se vuelven estas para el resto de la sociedad. Hay un aspecto socio-emocional de las autocracias que es muy importante tener en cuenta para entender adecuadamente a esos regímenes democráticos en apariencia y autoritarios en práctica que caracterizan a las autocracias del siglo XXI.



Bibliografía


Semukhina, O. (2020). The Decriminalization of Domestic Violence in Russia. Demokratizatsiya (Washington, D.C.), 28(1), 15–45.


Easter, G. (1997). Preference for Presidentialism: Postcommunist Regime Change in Russia and the NIS. World Politics, 49(2), 184–211. https://doi.org/10.1353/wp.1997.0002


Denysenko, N. (2020). IDEOLOGÍA Y MASCULINIDAD ORTODOXAS EN LA RUSIA DE PUTIN. Concilium, 385, 211–224.


Zakirova, V. (2005). War against the Family: Domestic Violence and Human Rights in Russia - A View from the Bashkortostan Republic. Current Sociology, 53(1), 75–91. https://doi.org/10.1177/0011392105048289


Robertson, G., & Greene, S. (2017). How Putin Wins Support. Journal of Democracy, 28(4), 86–100. https://doi.org/10.1353/jod.2017.0069


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