La elección de noviembre no es como cualquier otra. El país del norte decide su futuro en medio de una crisis democrática que mantiene al mundo expectante ¿Cuáles son las claves a tener en cuenta? ¿Qué está en juego?
POR MACARENA SANTOLARIA
¿Estuviste siguiendo las elecciones en Estados Unidos estos últimos meses? Si la respuesta es no, te juro que te entiendo. Estados Unidos parece ser un caos ahora: más de 8 millones de casos acumulados de coronavirus; milicias armadas de grupos de extrema derecha que merodean por las calles; debates ensordecedores y exclamaciones vacías de sentido. Todo esto hace del ambiente político actual uno increíblemente surreal. En este artículo voy a hacer un rápido recorrido por el proceso electoral: qué se vota, qué hace de estas elecciones tan angustiantes, y qué implicancias tienen para la democracia estadounidense.
¿Qué se vota el 3 de Noviembre?
Podría decirse que “el martes después del primer lunes de noviembre” no inicia, sino más bien culmina, un largo proceso electoral. Y es que, hasta el momento, ya votaron 52 millones de personas (aproximadamente el 40% de los votos totales en 2016). Sí, las elecciones generales son el 3 de noviembre, pero la mayoría de los estados tienen la posibilidad de un “voto temprano”, con el cual los y las ciudadanas estadounidenses pueden depositar su voto vía mail o en centros de votación hasta 46 días antes. Esto es crucial teniendo en cuenta lo fuerte que está golpeando la tercera ola de Covid-19 al país, y, sobre todo, que el día de elecciones es uno laborable.
Ahora bien, ¿qué puestos se disputan en estas elecciones? En primer lugar tenemos la elección a presidente, protagonizada por el actual presidente, Donald Trump (republicano) y su oponente, Joseph Biden (demócrata). Para esta elección es importante retener dos aspectos bastante, por decir lo menos, peculiares, sobre el régimen electoral estadounidense. Primero, el resultado estará determinado no por el voto popular, sino por el voto del Colegio electoral: los y las ciudadanas votan por los y las electoras de su estado, quienes a su vez votarán por el presidente. Esto es relevante, ya que puede derivar en un resultado contramayoritario, como ya sucedió en 2016. En segundo lugar, en cada estado rige una fórmula mayoritaria: esto significa que el candidato que obtenga más votos se lleva todos los electores de ese estado. Esto genera una lógica electoral muy distinta a la que presenciamos en Argentina: las elecciones se terminan jugando especialmente en ciertos estados indecisos que pueden permitir a un candidato llegar a los 270 electores necesarios para ser consagrado presidente.
Sin embargo, tampoco tenemos que olvidarnos que el poder legislativo también se renueva: la Cámara de Representantes por completo (el mandato de los y las diputadas es de 2 años), y un tercio del Senado. Para divertirte estos días que quedan, te recomiendo esta página para ir jugando a vaticinar qué puede pasar.
El gran temor: el interregno
Lo cierto es que podemos jugar a cambiar el color de los estados todo lo que queramos, pero esta elección no pareciera poder resolverse con cálculos probabilísticos, y eso es lo que la hace tan angustiante. Y es que hace meses que Trump viene amenazando con no reconocer los resultados de las elecciones por el “fraude masivo” que para él representa el voto anticipado por correo. Y, ante la duda de cuál sería efectivamente su comportamiento, basta con atenerse a los hechos: Trump ya perdió una elección, el voto popular contra Hillary Clinton en 2016, y en esa ocasión desestimó el resultado “teniendo en cuenta las millones de personas que votaron ilegalmente”. La pregunta que todos nos hacemos, entonces, es: ¿qué puede pasar ante una eventual pérdida de Trump en las elecciones? El escenario más caricaturesco, el del mandatario no aceptando la legitimidad del resultado y quedándose en la Oficina Oval cual niño frustrado, parece altamente improbable.
Pero hay otras vías más sutiles por las que Trump podría moldear las elecciones: la más relevante hoy es la de judicializarlas. Como sucedió en Bush v. Gore, puede pasar que ante la falta de confianza de ciertos comicios, o por la simple tardanza en el recuento de votos, la decisión termine quedando en manos de la Suprema Corte de los EE.UU. Esta opción es sumamente inquietante ante la confirmación de Amy Coney Barrett como reemplazo de Ruth Bader Ginsburg en la Suprema Corte. Preocupa por el simple hecho de que sus posiciones jurídicas no podrían estar más alejadas; pero, sobre todo, por lo que esto implica ante una eventual judicialización del resultado final por parte de una Corte con una mayoría conservadora de 6-3. Lo notable es que, en este caso, no se está rompiendo ninguna regla formal; como argumentó Trump en el 1° debate presidencial: “Un presidente es electo por 4 años (…) Yo no fui electo por 3 años. Tenemos el Senado; tenemos al presidente; durante ese período de tiempo tenemos una vacante”. Esto nos da pie para la última sección: la crisis que atraviesa la democracia estadounidense pareciera explicarse no por algún golpe exógeno al régimen, sino por la paulatina erosión de las normas informales democráticas.
Más allá de los números
Esta tesis es la que plantean Levitsky y Ziblatt en “Cómo mueren las democracias” (2018). Ellos argumentan que la democracia, para su correcto funcionamiento, necesita de ciertos guardarrieles: que los partidos incluyan normas informales, como la tolerancia mutua y el auto control institucional. La democracia necesitaría, guste más o guste menos, de una élite partidaria con normas de civilidad internalizadas. En este sentido, el outsider Trump habría venido a romper ese acuerdo tácito y legitimado ciertos aspectos de la sociedad estadounidense que estaban bien guardados en el armario.
Ahora bien, frente a este fenómeno: ¿cómo deberían responder los demócratas? Hay quienes argumentan que deberían empezar a jugar bajo las mismas reglas: la estrategia no sería chequear los disparates discursivos del presidente, sino “combatir fuego con fuego”. Ante la confirmación de Amy Coney Barrett ayer, los demócratas deberían considerar ampliar el número de jueces en la Corte ante un eventual triunfo. De manera distinta, hay quienes argumentan que los demócratas deberían apostar por la reconsagración de las instituciones tradicionales norteamericanas: “combatir fuego con agua”. La campaña de Biden parecería inclinarse hacia esta opción, y lo dejó muy en claro en el cierre del segundo debate presidencial: “Lo que está en la boleta es el carácter de este país: decencia, honor, respeto (…)”. Lo que está en juego sería ni más ni menos que la democracia estadounidense: aquella democracia con el coqueto apellido liberal que solía existir antes de Trump.
La apuesta sería por una vuelta a la normalidad. Sin embargo, como se pregunta Branco Milanović en este artículo, cabe preguntarse cuán deseable es volver a esa normalidad. Sí, el estado actual de la política estadounidense es insostenible y Trump ha sido un gran catalizador. Pero no por ello la respuesta se encuentra en alguna época dorada pre 2016. La grieta que cala hondo en la sociedad norteamericana contemporánea no es nueva, y podría decirse que es la misma incapacidad de las élites partidarias de entender esto lo que llevó a Trump al poder en un principio. Esto es lo que argumenta Mouffe en On the Political (2005): es la misma hegemonía liberal, y la creencia de estar en un mundo pos-político en donde la derecha y la izquierda ya no van más, la que termina generando que los conflictos no puedan resolverse por canales democráticos y emerjan de manera antagonista.
Interpretar a Trump como un error exógeno que puede ser sorteado en las urnas podría no ser la manera de volver a la normalidad, sino la misma causa del estado actual de cosas. Estuvimos presenciando estos últimos meses cómo “volver a tener un país decente” implicó para los demócratas tener posturas cada vez menos radicalizadas. Primero, con Bernie Sanders perdiendo la primaria contra Joe Biden y, posteriormente, con el abandono de la campaña de Biden sobre ciertos temas (como el Green New Deal). Mientras el GOP mantiene su radicalización, Biden apunta a la restitución de una plena democracia con el mismo estilo político de antes. Pero si se entiende lo democrático como aquel lugar de la disputa siempre abierta, de la movilización de pasiones por canales institucionales, cuesta argumentar que todo pasado fue inherentemente más democrático que el actual. La polarización, hoy más presente que nunca, no es mala per se: el problema es cuando esta no encuentra canales institucionales por los que expresarse. El estado actual de la política estadounidense pareciera pender de un hilo y es probable que el 3 de noviembre no marque el fin, sino la profundización de esta crisis. Cualquiera sea el resultado, una vuelta a la antigua normalidad puede no ser posible, o hasta deseable. Mientras tanto, los y las estadounidenses se deben muchos encuentros más allá de las urnas para encauzar este momento en un sendero profundamente democrático.
Si sos estudiante de la UTDT, LA CURVA te invita el viernes 30 a las 17h a la charla “Estados Unidos en disputa: interpretando las elecciones”, organizada por (re)Pensando y el Club de Política de la universidad. La charla la van a estar dando nuestrxs queridos profesores, Carla Yumatle y Juan Negri.
¡Te esperamos!
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